César Aira - El santo


El santo en su órbita

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César Aira - El santo [Literatura Random House, 2016]





Articulo publicado en Revista penúltiMa


En cierta medida, El santo son las Impresiones de África de César Aira, aunque contrariamente a Raymond Roussel no encontraremos en sus paginas ningún procedimiento que no sea el de la improvisación bien aprovechada (la que sale bien incluso cuando sale mal). El ‘procedimiento’ en Aira es una muletilla, el coqueteo que le permite construir una literatura de la superficie capaz de crear sorprendentes profundidades y de reinventarla cada vez que agarra la Montblanc sobre la mesa del bar. Para decirlo con una cursilería: en sus libros, cada frase –Aira es ante todo un escritor de frases– es un mundo. Nada que ver con las exigencias agotadoras que se autoimponía el masoquista Roussel, aunque los dos comparten el raro privilegio de haberse autoproclamados genios y de haber acertado, es decir de posicionarse como el único escritor verdadero ante la canallada de los usurpadores.

El «Cómo escribí algunos de mis libros» de Aira es mucho más simple (en apariencia por lo menos, no en resultados) que el del francés. No se trata de arrancar con una palabra –por ejemplo Billard– para llegar después de muchas maniobras extremadamente complejas a otra –pongamos Pillard–, sino de arrancar con alguna idea (preferentemente llamativa) y llegar en cualquier punto, puesto que –como lo dice hasta el final el mismo protagonista de El santo, mientras charla con el ex encargado de su asesino– solo importa el trayecto, los descubrimientos que promocione, sus mil maravillas. Y el África, claro, es un terreno idóneo.

Uno podría llegar a preguntarse porqué no hubo antes otra novelita africana (aunque siempre cabe el riesgo de que esta sí existe y que el reseñador no la conozca). No la hubo porque ya había otros terrenos donde jugar al escritor exótico, la India por ejemplo, desde El volante hasta El testamento del mago tenor, un país que parece cumplir con todos los requerimientos del exotismo hasta la tautología. Pero en rigor no tenía porqué irse tan lejos: para hacer maravillas siempre le bastó con la Argentina, incluso con su barrio, su calle y su esquina. Todo eso para dejar en claro (aunque, por supuesto, cualquier lector de Aira ya lo sabe) que su África se parece mucho a la de Roussel en un punto: el de ser un personaje secundario del relato, casi prescindible, pese a que aparenta el protagonismo (en el libro de Roussel no es otra cosa que un telón de fondo para las maravillas verdaderas: las complicadas maquinas y la explicación detallada de su funcionamiento). Del mismo modo que las Impressions d’Afrique rousselianas escondían bajo la forma de un juego de palabras (“impressions à fric”) el verdadero sentido de su titulo (a saber que el autor había costado con su bolsillo –su guita, su «fric»– la impresión del libro), El santo –aunque su titulo, fiel al estilo del autor, no esconde nada, manteniéndose al nivel del significado más llano- no se vuelve nunca lo que se anuncia, algo que a fin de cuentas es una constancia – sino una marca– del autor. Si pongamos el caso, la liebre de La liebre es más esquiva que protagónica. Del mismo modo, aunque el santo de El santo está presente en cada pagina, no tiene mucho de santo y si de cuenco en el que vaciar toda suerte de consideraciones, teorías (algunas ya conocidas de memoria por todo aireano que se precie, haciendo de los párrafos en los que se las desgrana los pocos momentos de tedio del libro), pensamientos truncos, esbozos poéticos, etc. Pero es que los títulos de Aira, pese (o merced) a su simpleza de productos genéricos (podríamos establecer una lista de futuros títulos posibles, los que aun no entraron en la combinatoria: El lavabo de los mundos; El malabarista y la lluvia; El puente musical; Los amigos; La carrera, y así hasta agotar el diccionario) son metafóricos. Pero, ¿de qué? Esta pregunta queda sin respuesta y de esa falta nace entre otras cosas la magia del relato. Que el lector tenga que adentrarse a la búsqueda de su propio contento, de su maravilla portátil e intransferible. Cada uno puede elegir a gusto sus momentos favoritos en El santo.

Y es que cada vez las novelitas aireanas parecen menos responder al apremio de la consabida ‘fuga hacia adelante’ (y el hecho de que en un momento se la mencione en las paginas del El santo parece una broma alusiva, casi un guiño). Su gusto para la invención oscila decididamente hacia un lado pausado, reflexivo, acaso contemplativo (cuantas descripciones, bellas y concisas, de paisajes, de cielos, de selvas). El absurdo se vuelve más dulce, menos estridente, los finales ya no son los explosivos y nihilistas de sus novelas de los noventa. En El santo no hay catástrofe nuclear ni muertes en masa en un final que se contenta con ser un episodio más en la vida del relato viajero. La cosa podría seguir y al mismo tiempo se interrumpe en un buen momento. La ultima frase tiene algo de filosofía burlona y melancólica, es decir que es un cierre elegante, y no apurado (no hay ningún apuro en este texto, sino un capricho benévolo). No hay robots gigantes ni sabios locos. Se podría decir que Aira envejece y que lo hace bien. Su literatura es cada vez más diáfana y luminosa.

Algún lector muy entusiasta de su obra y de dudosas orientaciones políticas (creo que Quintín) dijo que la escritura del autor de Moreira se iba haciendo de a poco proustiana. Lo decía hablando de Margarita (un recuerdo), una de sus novelas autobiográficas, que narraba entre otras digresiones y exposiciones de exotismo local fantaseado (una visita en varias iglesias barrocas, por ejemplo) el nacimiento del amor, un tema no tan aireano, y lo hacia a base de impresiones delicadas, de sensaciones descritas con un pudor tal que parecían abstracciones. En ese sentido, El santo prolonga la apuesta y la lleva más lejos, en lo que consiste la novedad más llamativa del libro (porque en cada texto suyo hay por lo menos una): las escenas eróticas. Una vez nacido el amor, es lo más lógico. Por primera vez, que yo sepa (se aludía a veces al sexo aquí y allá, pero de manera muy lateral), se habla ahí de «vagina estrecha», de «erección», de «penetración», etc. Evidentemente, con ese gusto tan infantil de la paradoja al que siempre ha permanecido fiel, Aira no podía sino poner estas erecciones en «manos», si se puede decir, de un santo, o sea el personaje que por definición no tendría nunca que tenerlas, y aun menos de usarlas para penetrar alguna vagina (estrecha, para colmo).

Pero es que El santo, como tantos otros libros del autor (¿todos?), es la historia del descubrimiento de una vida nueva que parece abrirse de repente como una flor. Contrariamente a su novela titulada justamente La vida nueva, en la que el pasaje es siempre diferido y que la flor se mantiene escrupulosamente en estado de promesa (y envejece), en las paginas de El santo tiene lugar desde el principio, bajo la forma de catástrofe (el santo, que ya viejo quiere retirarse, debe huir de un asesino a sueldo, porque su muerte permitiría a su comunidad religiosa convertir su santidad en una fuente económica perene, y se ve convertido en esclavo, lo que lo trae a África). Pero la catástrofe (que otrora tenia lugar en el final, véase Embalse, un «diario del aburrimiento veraniego» que en escasas paginas finales se convierte en la historia del fin espectacular de la Argentina) no es el tema, y lo más llamativo del rubro “novela de aventuras” (las peregrinaciones sobre el mediterráneo, el ataque de piratas turcos, la tempestad, atravesar el desierto) se agota rápidamente. La “vida nueva” del monje santo empieza cuando empieza también de verdad la novela, es decir cuando se convierte en lo que realmente es (y no en lo que, como suele ocurrir, nos vende la tapa en contra): no una novela de aventuras, sino de viaje y de educación sentimental y estética. El monje, que como tantos personajes de Aira (incluso el autor), se hace pasar por alguien que no sabe pensar o que no tiene por costumbre hacerlo, se pasa el tiempo pensando. Y su virginidad de “novopensante” le permite pensar cualquier cosa, lo que a su vez le permite al autor escribir lo que se le da la gana y que siempre vale la pena.

Antes del viaje forzado, no saber pensar era lo más lógico: su vida de santo dedicada a hacer milagros (de los que, obviamente, no sabremos nada) no era una vida, sino una representación automática, puro “producto” del mundo medieval. La vida, por el contrario, es otra cosa, algo siempre nuevo (como el arte según Aira). La vida es perderse en reinos pequeños y remotos y coger con una reina histérica e inmadura, cuyas quejas y achaques hay que soportar. Es decir que el hacedor de milagros (que debían de cambiar la vida de los otros) encuentra finalmente, cuando pensaba retirarse y morir, el milagro del amor, que lo rejuvenece. Aunque ese milagro tiene toques de pesadilla. Los goces de la carne, nada triste, tienen un precio. Un precio que es también la cifra de lo posible, una alternativa: el santo puede abandonar la reina y su pequeño país de fantasía, para adentrarse en otros y otros más. Así la vida nueva podrá proseguir y la novela escribirse hasta el infinito. Porque si el amor tardamente descubierto es también una decepción, se podría decir que la decepción es condición de lo posible. Liberándose de los finales tremendos, deshaciéndose de la obligación de no dejar en el vacío los hilos sueltos, Aira también se rejuvenece.

El santo no tiene trama y se encarga de evacuar cuanto antes todo atisbo novelesco. Aira se toma el lujo de elegir un principio perfecto para una novela de largo aliento (la historia del santo, de la razón de su huida a la intemperie y de las subsiguientes peregrinaciones) y de esquivarlo para tejer el frágil edificio de un texto hecho de nimiedades, de desarrollos apenas entrevistos, de impresiones fugaces, una novela de posibilidades. Como si adentro de su centenar de paginas hubiera otro centenar de novelas escondidas. Uno, con esto, se maraville o se frustra, según, lo que no le agrega ni quita nada a la novela en sí, que gira en su propia órbita.


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